ISSN: 2665-3974 (en línea)
Lua revista 7 y 8, Enero-junio/julio-diciembre 2022
María Teresa Artega – [email protected]
Lo amé y no lo niego.
Lo amé a pesar de esa piel de papel crepé, excepto por su sedosidad, después de haber hecho bolitas para un trabajo de jardín de infantes y vuelto a desdoblar.
Nunca me afectó su rancio aliento a cigarrillo, y sus dientes amarillentos con caries.
No me importó su falo dormido en demasiadas noches que pretendimos estar juntos.
Jamás fue relevante para mí, el hecho de que pasara horas, días enteros entre el laberinto de sus libros de páginas amarillas y polvorientas.
No me causó escalofríos que sus manos temblorosas y escamosas recorrieran mis muslos solo por condescender.
No significó nada su respiración entrecortada y su tos de fumador entre la noche.
No fue molestoso mirar cajas de pastillas, inyecciones, sueros, gasas, alcohol, colirio, mentol, aspirinas sobre el velador.
No era tan malo verlo obsesionarse con los tés de hierbas, ni tan malo el olor del de valeriana.
No me enfadaba cuando se enterraba entre gorras de lana, bufandas, guantes, pantuflas en pleno verano… y yo desnuda.
No me producía ningún sentimiento adverso, verlo desnudo con toda su piel pegada a los huesos y algunos largos vellos blancos y sin sentido.
Un cero mirar sus ojos con legañas y la comisura de sus labios con saliva blanca en la mañana.
No me importó que hablara muchas horas de sus días pasados, ni me aburrió que a veces hablara demasiado y otras simplemente me ignorara.
No me sobresaltó que me hablara más como un padre, que como un amante.
Mi capacidad para perdonarle y tolerarle era inconmensurable. Perdonarle mis esperas y tolerar su regreso.
Lo amé y no lo niego.
Lo amé al extremo de verlo morir lentamente entre mis manos, de verme morir junto a él.
Lo amé, realmente lo amé pero tuve que matarlo.