Civilización y otros cuentos

Civilización y otros cuentos

ISSN: 2665-3974 (en línea)

Lua revista 7 y 8, enero – junio / julio-diciembre 2022

Álvaro Ramón García Benavides – [email protected] 

Prólogo

Los cuentos nacen como una reacción egoísta de expulsar un miedo o un sueño. Una vez son recopilados se evidencia la sintaxis de una visión de mundo. Esta obra es una partícula en el mar cultural, influenciado por el contexto colombiano y enunciado (Basura, tráeme Mukarovsky, sí por favor, no, es que no, el objeto estético bien puede corresponder a un momento sensible situado en un momento histórico, pero esto otro…) por la voz de un artista incompleto que espera continuar el ciclo, afectando los establecimientos y las visiones de quiénes comparten ese territorio que dio vida a los textos. El erario caribe tiende a excluirse en el contexto académico. No nos quedamos en el mestizaje, tan cartesiano, que puede calcular una raza más otra. Nosotros vivimos lo criollo, como una manifestación artística cultural que no solamente sumó, si no que explotó y lanzó en múltiples direcciones, nuestra identidad (Esa metáfora sí me gusta, ¿Por qué no está en todo el cuento?).

A partir de esta propuesta espero aportar a la revisión de la constitución de la conciencia de lo regional y de la conciencia de la relación subalterna (¡Ja!, y en español) con los países metropolitanos. En efecto, son saberes que se complementan en la misma medida que se reflexiona en torno a la heterogeneidad de una totalidad contradictoria y a una inquieta criollización.

Luego, comienza la revelación de la contra conquista postulando el uso del lenguaje como arma de lucha, victoriosa porque es un arma prestada y transformada. La oportunidad de participar del canon, de los establecido y construido durante siglos, a través de la creación literaria y el cuestionamiento de los valores y la historia. Aunque no se busca arruinar al otro, que también se alimenta de lo caribe, y es a su vez parte del cometido. Así, la criollización se manifiesta por surcos arcifinios con una vistosidad espontánea. La coquetería de las olas que entran y salen de la nominalización, brillando bajo la selene opacidad de Glissant. Puede que se comporte como requisito de una constitución regional. 

Cardisoma guanhumi o el cangrejo azul

No sé cómo se llaman, no sé reconocer a lo lejos sus alas. Planean y se lanzan al agua marrón: no les creería si me dijeran que algo pescan. Es refrescante, sin embargo, oírlos cantar ¿o son otros los que cantan? A veces es el viento silbando entre barandas las canciones de vida profunda que se ahogaron en nuestro mar, agazapado detrás de una ciénaga que no se deja contar.

Con el sol que se oculta grita mi estómago la hora, en los andenes se asoman mosquitos y ciclistas. Dejo de escuchar pájaros para ser de repente como las moscas posando los ojos en cualquier alimento 200 metros a la redonda ¿O como una rata? No, la ciudad está lejana, aquí sólo abundan vencejos desplumados.

“Hey loco, no dispares”. Un estallido y los ojos caen desplomados en el pavimento, ahí donde las hormigas van marchando en destierro lento lejos del progreso.  Dijeron luego que no eran disparos, recogieron los luceros de cristal apagado y los montaron en un mural de Transmetro. No sé, todavía tengo hambre en el malecón.

Hace tiempo que nada sucede, solo piececitos rápidos y se toman las fotos y hacen el video: «Mira, el Magdalena»; mentira, sí sucede, quienes vuelan, caen,  los cazan. Las ratas cazando aves, habrase visto. No son poca cosa las ratas, compran posgrados, se toman vacaciones y acá las residencias son requeteprivadas, por eso no las ven. Pero son buenas amigas de sus amigos, no las culpo. Culpo quizás a las balas.

Encienden las luces, nunca jamás un panel en el lugar, pero encienden las luces y el Estado dice las palabras, y prometen y sonríen. Ahora tengo demasiada hambre.

Por fin el objetivo se ha sentado. Despliego las tenazas con la fuerza del que conoce a la justicia vendida y arranco los envoltorios de su entrepierna, porque superamos la culpa, porque hicimos memoria, desparramando generaciones blancas en la hierba seca, fecundando a la ciudad con el primer grito de independencia verdadera; y sonrío con ellos, las manchas rojas y plateadas en los jeans caros que se pretenden viejos no harán juego a la pantomima al día siguiente en el periódico El Heraldo.

Me levanto y busco mi camino a través de las barandas, entre la corriente, lejos de animales cosmopolitas: buscando vecinos fluviales, buscando animales cienagueros     . Me despido y un último chapuzón: después de la tarulla, hacia los manglares. Uno último antes de las balas, del DAS, antes del “Florece para todos”.

Ardea alba

Los días en Barranquilla no bajaban de infiernos floridos. Ya no se hablaba de bosque seco tropical, hasta el último mango se bajó y quedaron solo las palmeras y los parqueaderos. En febrero olía aún a roble aunque no se sabía de alguno. En una ocasión se avistó el cuerpo de una iguana en el Caño de la Ahuyama, estaba gris porque todo lo que entraba al río perdía su color.

También se veían flores cuando se celebraba el amor. A Morticia, una joven que recuerda       la belleza de la hierba a punto de marchitarse, le gustaba eso de su ciudad. Siempre olía a flores. El calor no le molestaba, como no le molestaba el resplandor del cemento blanco, era una ciudad de mucho progreso.

Ella sabía que encontrar una flor era tan raro que se aprendía a sospechar.

-Te traje esto – el señor la observaba sin emoción mientras le obsequiaba una flor azul. Eran las siete de la noche, en el Parque del Cisne no cantaban cigarras. 

Antes, el atardecer caía en la Ciénaga del Rincón pero fue secado y recuperado tantas veces que las garzas prevenían a todo pez, anfibio o reptil del lugar, que se marchen, advertían, que ya todo era Barranquilla. 

Viaje de retorno

De pronta respuesta, fue notificada aquella, de la dolorosa muerte de su hombre. Bram, bram, crujían estrepitosas las bisagras de las losas en el puente de la cuarenta y seis. Sobre ellas, blanco Transmetro. Adentro, los puestos vacíos y el frío.

Podría decirse que el carril exclusivo transcurría veloz desde el Portal del Prado hasta el Joe, entre robles que lloraban rosados en los andenes y sobre los ciclistas, y las estaciones que a veces llevaban nombres, como recordando que en esta tierra nadie recordaba. Podría decirse.

Mas cada segundo marcaba lacerante una eternidad repetida. En la notificada, la cicatriz. En los periódicos al día siguiente, la razón por la que nunca se habría de sanar. 

Civilización

Habían tumbado los árboles por la mañana evitando así el fulgor del rubio celeste. Las mujeres y los niños levantaban los mangos que la noche había sacudido y entre meriendas y moscas los almacenaban en canastas de cáñamo que fabricaban al estilo de río arriba. La fruta era jugo, dulce, acompañamiento para el almuerzo y desde hace un par de años, una celebración. Por ello se había despejado ese espacio cerca de la ribera, siempre se había elegido el mismo lugar que otrora reuniera a indígenas y barrocos a comerciar, pero ahora la geometría organizaba la fiesta y los músicos leían las líneas desde el río, los danzadores seguían las notas en la tierra y en la hierba seca las hormigas oían. La sobriedad del asunto reinaba sobre todo en las mañanas, con una disciplina vieja eran distribuidas las tareas que culminaban en un desayuno propicio para la siesta: yuca, ajonjolí, ñame, ahuyama, lo que quieras. Quizás ese momento singular en su historia no sucedía por primera vez. Antes eran las palabras de los capataces sobre sus espaldas y la ambición de bestias antiguas, pero los mataron a todos una noche de diciembre. Desde la sierra habían bajado con piedras y sin estrategias a desbaratar todo rastro del aparato productor, en las plantaciones, en los distritos de riego, las bodegas de insecticidas, las autopistas pétreas, las bibliotecas, los parques grises y los monumentos de ventanas.

Como algunos conocían de historia, prefirieron no sepultar nada. Los alambrados metálicos se nutrieron de verdes enredaderas, los cascos de los soldados sirvieron muchas veces la sopa y el bocachico. Sabían que era sangre aquello que engordaba las frutas, y agradecían antes de cada comida. Llenaron de festivos lo que quedaba de cada semana y a lo sumo se trabajaba tres días, tres horas. Una de aquellas celebraciones se realizaba en el mar, un paso hacia adelante, y otro para atrás, cada ola que llegaba coqueteaba en el vaivén por confesar de una vez por todas, qué hacía en este mundo la humanidad.

El televisor soltó la interpelación con astucia. Los colores entreverados en el filafil audiovisual permitieron durante un destello de segundo la visión de miles de soles asomarse con plácida avidez. Pero regresamos rápidamente al salón y los dos amigos terminan la cerveza que enfriaron para la tarde. – Quita esos documentales, me aburren. Una mirada del anfitrión recorrió los pósteres de Los Prisioneros      y las notas sobre la mesa que no aprendían su regreso a los cajones. Tomó el control remoto y concedió al silencio una oportunidad de satisfacción. – No era un documental, dijo.  

En el patio de la casa, la luz amarilla condimentaba la piel, – Hey, saca la aguapanela de la nevera, – que no está en la nevera, los pelaos la llenaron de cervezas, – bueno, pásame una y apaga ese televisor. Desde afuera llegaban a raudales las champetas que sonarían en todas las estaciones durante los siguientes meses, acá las presentían. Pero llegaban cansadas en una brisa tan delgada que solamente los bajos quedaban retumbando los huesos y la agitación por el calor bailaba entonces ceros y unos que empujaban la cabeza al suelo.

Realmente, sí existía un espacio acomodado en la sombra, muy en la esquina donde se encontraban las paredes de las casas colindantes, esas que nadie voltea a mirar a menos que el baño principal estuviese ocupado. Los vecinos de atrás no recordaban cuánto      llevaba en sus tierras ese roble rosado. Éste era protagonista en cuatro patios con sus lluvias livianas de temporada, una sinfonía antigua que transformaba el paisaje e impacientaba a las escobas abuelas que se entretenían con barrerlas cada día. Los troncos se habían pluralizado tras cruentas batallas con el concreto y los machetes, vivía de manera simultánea los territorios por sus esquinas. En sus inicios, pensaba, todavía con baja estatura era posible vislumbrar la entrega del río Yuma al mar. Escuchaba las leyendas que se le caían a los gallinazos antes de quedar encorvados, historias de terror sobre regueros de sal en las ciénagas y los mangles, tristes baladas de guerra sobre épocas pasadas en las que potrancos de centauro cabalgaban hacia un atardecer que se replegaba en rojo hasta cambiar de nuevo todos los paisajes. -Esas no son leyendas, sucedió hace poco, tú abuela me dijo. La Mariapalito se inclinó suavemente y soltó otra vez con vehemencia, -sucedió hace poco.

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