Por: Andrés Mejía
No te gustaba el café sin azúcar ni la vida sin música. Llegué a la tienda 24 Sky mientras recordaba tu canción preferida o tu canción menos sonada en el reproductor y concluí que me gustaba más la segunda o que simplemente me gustaba estar en tu contra. Una completa estupidez. Además de las mismas cosas de siempre, agregué chicle Mora Azul, café para moler y una Coca-Cola dietética. Los mismos libros en el mostrador, ya llevan un año allí, que alguien los salve, que alguien se interese en esas miserables obras, que alguien las lea.
Salí de la tienda 24 Sky y saqué mis chicles Mora Azul y pensé en todas las cosas que podría producir en mi cuerpo, sentí estallar sus colores en mi garganta, sentí una luz azul bajando por todo mi cuerpo como un vigilante haciendo su ronda nocturna a las tres de la mañana, con su linterna disparando rayos a los ladrones, con su silbato de olor a babas secas, a babas mezcladas con otras babas, a sus babas queriendo besar los labios de un rubia americana de 20 años y no ese silbato verde que antes le perteneció a un viejo coronel en alguna guerra europea y fue cambiado por golosinas o por un radio. Imaginé el chicle bajando por cada una de mis costillas, haciendo escala en cada una de ellas y pintándolas de mora, de uva, de azul, de goma, de azúcar, de dulce, de infancia, de “oye, no comas chicle que se te pegarán las tripas”, de mordiscos pequeños. El chicle entrando con su sabor dulce, dañando mis dientes, amortiguando su caída en mis tripas, en mis pulmones, en mi hígado, en mis vísceras mora azul, en mis vísceras dulces. Pensé en las cantidades de mordidas monótonas que daría, el aburrimiento, el vacío, la sensación de repetir todo como en mi última relación y sentirme asqueado de todos esos mordiscos sin sentido; de las bombas estalladas, del ruido de las bombas como la guerra mundial, “boom-boom”; un poco de guerra manchando tus labios, manchando tu nombre de hombre de bien y arrancar cada pedazo de guerra con los dedos dejando la dignidad por el suelo; “boom-boom”, otra bomba que estalla, monotonía, mordiscos, un pedazo volando hasta tu nariz, “boom”; oye, todos los días me parecen iguales a tu lado y mascar este chicle me recuerda que todos los días a tu lado eran iguales; oye, es mejor dejar las cosas así; oye, no me extrañes. Pensé en toda la baba azulada que se metería por mi garganta pintando los muros de mi alma, dándole color a mi roto corazón, pintando mis huesos, mis músculos, todas mis fibras, como el cielo, como el cielo, azul, azul. Y una lluvia, una lluvia de más colores como el arcoíris: primero azul, segundo mora, tercero uva, cuarto café, quinto azúcar, como tus ojos, como tus noches sin sueño, quinto azúcar que me hiciera olvidar mis antiguas relaciones, mis malos días, mis noes, mis síes, mis do, re, mi, mis escalas perdidas, mis escalas al infierno. Pensé en las horas que el sabor estaría en mi boca, en mis labios, en mi memoria, en tus labios después de besarte, en tus tetas después de besarte, en tus piernas después de besarte, en tus manos, en tu triángulo perfecto, en tu alma azul, azul, en tu alma bañada de Mora Azul, bañada por mis babas azules, en todo el tiempo que se quedaría en mi vida sin pagar arriendo, robándome en mis narices poco a poco, llenándose sus bolsillos de mi vida, de mi poca vida. Pensé en la mugre, en la envoltura, en cargarla en la mano, en dejarla en mi bolsillo aromatizando los papeles arrugados y en la tarjeta tipo calendario veinte diecisiete con los lunes festivos incluidos marcados en rojo, aromatizando la tarjeta con el número de un nuevo trabajo nocturno de cinco horas pagadas al terminar, dejando los dulces, dulces, con una diabetes para morirse de inmediato, una diabetes de anciano sin cura, huérfana de vida útil, siendo basura, basura.
Pensé en lo tarde que ya era, en todo el viaje de regreso y recordé que no te gustaba el café sin azúcar. Me di prisa.