Sir Isaac Newton

Sir Isaac Newton

ISSN: 2665-3974 (en línea)

Lua revista 7 y 8, enero-junio/ julio-diciembre 2022

Jorge Armando Ibarra Ricalde[email protected]

Déjenme contarles de un hombre genio-sabio a la vez, mago incomprendido de la ciencia-religión conocida como matemática, tan único que es conocido por pocos, tan pocos que más es un mito que un hombre y ni siquiera un mito lo suficientemente grande para ser guardado en una botella, apenas un suspiro digno de un cuento.

Eran años pulcros en tierra virgen; naturaleza y civilización eran una, como el agua y la tierra que mantenían a la ciudad flotante. La ciudad se erguía a por encima de la laguna tanto por los logros de la ciencia-magia, como por el capricho de los dioses. Era una tierra habitada por los descendientes de un complicado Dios cuyo nombre solo era conocido por los dignos, y no siendo digno su narrador, solo puedo sospechar que era mucho más perpetuo que el fonema de su legado: Ometéotl quizá Omecíhuatl, no lo sé, pero nuestro sabio protagonista sabía eso y mucho más.

Como hombre-mito que era, su nacimiento, los años mozos de su vida e incluso su nombre se han perdido entre detalle y detalle, pero el resto de su vida permanece inmutable en las palabras de aquellos que transmitimos su historia. Este mito, entonces, carne, estaba sentado en su lugar predilecto, ahí donde había pasado sus días meditando y dilucidando los misterios del universo. Ahí estaba con los cabellos largos y grises, observaba sentado a la sombra de un sagrado ahuehuete que, aunque a diferencia de la milpa, no daba vida-alimento, sí      proporcionaba unas humildes y pequeñas piñas de madera, sin uso para el hombre, pero no menos bellas para quien veía más allá de las apariencias. Miraba, como lo había hecho durante todos los días previos a su bien lograda vejez, a la princesa Iztaccíhuatl y su guerrero Popocatépetl. Su imperecedera inspiración.

Aquellos días eran negros para la hermosa México-Tenochtitlán, que ahora estaba en las manos de esos hombres de nervio y piel de acero. Aunque el sufrimiento se escuchaba estridente entre los orgullosos hermanos de su ahora vencido pueblo, él había notado que, pese a que eran los días de Cortés, el sol había vuelto a salir. Popo permanecía fumante e inmutable a los pies de Izta, y Tlaloc había otorgado su favor a los campos por la mañana, así que el futuro de su raza y tierra aún distaba de terminar, por lo que no tenía motivos para detener su trabajo de contemplación. 

Y podía hacerlo, podía meditar por horas, a veces días, siempre sin la menor interrupción, pues ni los hombres, ni las bestias (incluidos los auto-nombrados conquistadores) se atrevían a molestarlo. Se cuenta que en su juventud por su sabiduría se le ofreció ser cihuacóatl en tiempos del  huey tlatoani Tízoc, pero aunque estaba profundamente conmovido por tan importante ofrecimiento, lo rechazó por estar envuelto en un importante cálculo sobre cómo cambian las funciones cuando cambian sus variables, concretamente solucionando la dificultad de hallar directamente la pendiente de la recta tangente de una función porque solo se conoce un punto de esta, el punto que será tangente a la función, lo que tras considerar que las derivadas se definen tomando el límite de la pendiente de las rectas secantes conforme se aproximan a la recta tangente, estableció una fórmula en la que era posible aproximar la recta tangente por las rectas secantes y con el límite de las pendientes secantes próximas, para obtener la pendiente de la recta tangente, obteniendo estas pendientes de un número arbitrariamente pequeño, que era una variación de uno de los abstractos de la función, tal era el genio de esta fórmula que entre los astrónomos fue conocida como el cociente diferencial. Agregue usted el nombre de aquel ilustre pensador.

Mas sus méritos no se detienen ahí. Años después el huey tlatoani Ahuízotl le pidió consejo sobre guerra, diplomacia y religión. Se cuenta que mientras el hombre sabio hacia sus recomendaciones, comenzó a concebir los procesos de integración o anti     derivación para calcular las áreas y volúmenes de regiones y sólidos de revolución, llegando incluso a proponer que la derivación y la integración son  procesos inversos, razonamientos que serían conocidos hoy día como el teorema fundamental del cálculo integral. Inmensamente sorprendido por las proezas de este genio, el señor de México-Tenochtitlán ordenó que no volviese a molestarse a este hombre, poniendo a sabios a cargo de su servicio personal e intelectual.

Los años corrieron y, mientras el huey tlatoani Moctezuma lidiaba pacíficamente con los extraños señores del caballo y el metal que arroja fuego, uno de ellos atraído por los finos adornos dorados que le colgaban del cuello al señor de los números, se acercó al sabio en plena meditación, y le propuso un intercambio de esos refulgentes atavíos por unos cristales inútiles nacidos en un lejano lugar de nombre Salamanca. Hecho el intercambio, el ignorante se fue alegre con oro por creerse astuto e inteligente, pero nuestro sabio permanecía sentado escudriñando los secretos del arcoíris, lo que lo llevó a la importante observación de que la luz blanca estaba formada por el rojo, naranja, amarillo, verde, cian y violeta, que estos podían separase usando una piedra prisma, y que transformando las supuestas baratijas de cristal y espejo, concibió el telescopio reflector, el único telescopio que no sufría de la dispersión de la luz en diferentes colores por atravesar un lente, por lo que sin sufrir de la aberración cromática de los otros, era el ideal para las observaciones del cielo.

Cuando el asedio a México-Tenochtitlán comenzó, durante la heroica ofensiva del huey tlatoani Cuitláhuac, nuestro sabio protagonista observó que los pedazos de metal, arrojados por las extrañas armas escupe fuego del enemigo, no producían ningún daño sin el mecanismo químico y mecánico de los llamados “cañones”. Así pudo establecer que todo cuerpo permanece en su estado de reposo o en un movimiento uniforme y rectilíneo, a no ser que alguna fuerza se imprima en él para cambiar su estado. 

Semejante descubrimiento, le permitió al sabio, en los días del último huey tlatoani Cuauhtémoc, presenciar en la plaza mayor la última heroica lucha, en la que los guerreros águila combatieron hasta el último hombre en contra de los caballeros españoles. Particularmente una singular carga en la que guerrero y caballero se atravesaron mutuamente con espada y lanza respectivamente, estableció las condiciones necesarias para modificar el estado de movimiento o reposo de un cuerpo, el cual determinó que solo era posible mediante la interacción entre dos cuerpos, así estableció que el cambio de movimiento es siempre proporcional a la fuerza motriz impresa, la que sucede según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime.

Así había transcurrido su vida y obra, por lo que ahora se sentaba debajo de su ahuehuete un poco menos científico y más metafísico pensando en el orden de los eventos, la serie consecutiva de sucesos que lo llevó a estar donde estaba. Todo comenzó en la lejana Europa de la que los conquistadores hablaban, el  control de Inglaterra de las Indias obligaba a los españoles a financiar a un genovés para encontrar una nueva ruta hacia aquel lugar tan confundido, intento que le mostró un nuevo continente, en el que las adelantadas costumbres habían avivado la codicia española lanzando una carrera entre Cortés y la muerte. Las batallas se podían ganar, Hernán tuvo su noche triste para llorar, pero igual en la lucha les transmitieron el arma con la que habrían de ganar, la llamada viruela, la forma más rápida y dolorosa de llegar al mundo espiritual. Luego, a pesar de haber vencido, en su afán por destruir un hermoso modo de vida, que de otra manera hubiera perdurado por siglos, con cada estructura que se desmantelaba a favor de una nueva iglesia, solo se perpetuaba el legado de su pueblo como cimiento de sus templos. Fue así que en el colmo de sus meditaciones, a la sombra del gigantesco ahuehuete, nuestro sabio concibió la idea de que a toda acción corresponde una reacción de la misma intensidad, pero, en sentido opuesto, la que en ese momento solo pudo interpretar imaginando que aunque su pueblo bajo el yugo su cuello habrá de doblegar, y la bota española sobre sangre noble se estampe, tarde o temprano con la misma fuerza la sangre española se derramará, pues la Nueva España que viene a engendrar, un soldado en cada hijo dará.

Fue precisamente en ese momento, en el transcurso del año 1535, recién establecido para contarse a partir de un Cristo para el sabio desconocido, que entre visiones y disertaciones, el instruido vislumbraba el futuro del choque mexica-español. Sentado bajo la majestuosidad del ahuehuete adornado por piñas, mientras se relamía los labios en un intento por consolidar sus ideas y sus logros, que en un momento más, el mago de los números, señor de la óptica y creador de las leyes del movimiento, engendraría una idea más profunda, aún más eterna que las anteriores, cuya propia genialidad arrastraba hacia abajo la divina inspiración, una que lentamente gravitaba hacia el genio que cambiaría la historia. La idea en la que la mismísima madre tierra era afectada por el sol, tanto como eran afectados aquellos que estaban sobre el gentil planeta. Era un concepto fugaz que trataba de comprender, uno que se esmeraba en dilucidar, la cumbre de todos sus esfuerzos, la última idea antes de usar el resto de sus días dejando en papel y piedra sus logros para la posteridad.

Así continuaba con su meditación al aire libre a la sombra del sagrado sabino. Mientras el viento soplaba, las ramas finas del ahuehuete se mecían, en ellas una piña, apenas más grande que una manzana lentamente se desprendía justo por encima de la cabeza de nuestro protagonista, quien a su vez clavaba la vista en el horizonte, formando una única idea, un concepto sobre la aceleración que experimenta un objeto en las cercanías de un planeta. Ahí, mientras buscaba la razón y las consecuencias, el viento arreciaba y la piña se balanceaba frágilmente sostenida por un débil cordón. 

Entonces; justo cuando nuestro sabio entendía que cuando no hubiera la influencia de alguno de estos cuerpos, los cuerpos sufrían una aceleración directamente hacia el centro del planeta. En el preciso momento,      entre el que se concibe una idea y se entiende dicha idea, finalmente  entendió que este efecto era universal, algo que por sí mismo daba sentido al cosmos. ¡Ahí!, detenido en el instante donde bautizaba al concepto que coronaría sus descubrimientos, con las sílabas “GRA” y “VE” brotando de sus labios, mientras que la sílaba “DAD” aún estaba atorada en su garganta. La pequeña piña se desprendió del colosal ahuehuete, y no siendo afectada por ningún otro planeta o satélite que la madre-tierra, esta la atrajo hacia su centro, al que la cabeza de nuestro sabio se interpuso y del golpe inspirador, con la sílaba final formando GRAVEDAD. El sabio murió con el fortuito, pero certero golpe.

Irónico fin para una mente pródiga. Sus logros desaparecieron con la entrada del sistema métrico decimal, la luz continuó como un misterio y el universo incesantemente mantuvo su funcionamiento por la gracia del ahora, un solo Dios. Aunque su genio no sobrevivió, su carcajada perduró, pues si bien no fue una carrera, este sabio anciano mexica llegó a la meta 150 años antes que Sir Isaac.  En justicia a la ironía, a la causa efecto que el caballero inglés aún vendría a formular, el oro saqueado en Tenochtitlán financió la Armada Invencible de Felipe Segundo, de España Su Majestad, y sería precisamente Inglaterra quien en mar y ciencia, le mostrará su suerte al regente que hizo su reino del despreciable acto de saquear.