Notas enfermas: la Covid-19 y sus metáforas

Notas enfermas: la Covid-19 y sus metáforas

©Besnik Grainca, más de él en: https://www.instagram.com/besnikgrainca/

ISSN: 2665-3974 (en línea)

Luarevista 3 y 4 , julio- diciembre  2019/enero- junio 2020

Por Julio Penenrey Navarro – [email protected]

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A mi manera, las dos mejores cualidades del virus que produce la Covid-19 son su ubicuidad: esa suerte de estar aquí y allá, allá y aquí y por todos lados, y esa forma de ausencia, de vaciamiento. Se ha dicho que el virus se ha esparcido por todo el mundo, que anduvo desde un principio de aeropuerto en aeropuerto viajando en Businness class, que ha estado en este país y en este otro, que ha ocasionado cientos y miles de muertos, pero nadie lo ve. No lo detecta el ojo humano, no lo percibe su limitada capacidad visual. Valiéndose de esa limitación, cuando él nos encuentra asoma el triunfo de su especie. Lo impulsa, ante todo, el deseo febril y promiscuo por los cuerpos. Porque, antes de que lo olvide, es también insaciable y orgiástico. Surfea por uno y otro, entre miles, en un accionar inagotable. Entonces, decide metérsenos por la boca o por los ojos, aunque ni así lo veamos. Ha elegido pasar invisible cuando azota con mayor voracidad entre nosotros. En gran parte a ello debe su éxito y su condición de viajero internacional.

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La comunidad científica nos ha hecho saber que el “virus viajero” es una especie zoonótica perteneciente a una familia mayor de siete coronavirus. Este responde al nombre científico de SARS-CoV-2, mientras que la enfermedad, la Covid-19 (por su significado en inglés: Coronavirus desease 2019), es el cuadro clínico que el virus produce cuando coloniza los cuerpos humanos. La etiqueta de “virus viajero” le sienta muy bien a este miembro ejemplar de los coronavirus. Al parecer, mutó hacia nosotros a través de un murciélago, un mamífero volador, pero él mismo no vuela. Muy en su contra, cuando está en el aire, cae. Lo vence la gravedad; pero no tanto para matarlo. Como se le hace difícil el vuelo por cuenta propia, viaja y da la impresión que lo hace a la manera de los viajeros más experimentados del mundo. Un anónimo murciélago chino fue su primer aeroplano hasta que encontró mejor sofisticación en los Boeing y Airbus de los aeropuertos internacionales. Como sabe que cae ¡porque se los aseguro que sabe! cuando está en tierra se aferra a las cosas y a los objetos hasta que ¡pum! se nos mete al cuerpo. Pilotea y viaja; viaja y pilotea. Ya dentro, hace del cuerpo su nuevo hogar viajante para así permitirse llegar a otros cuerpos-lugares, ya reproducido. Pilotea, viaja, se reproduce; se reproduce, viaja, pilotea y así, va haciendo de nosotros sus avecillas, sus máquinas de vuelo. Da la impresión entonces de que siempre está en el aire y que se esparce por él, aunque hayan dicho lo contrario. Desde ahí, ventajoso en su posición panorámica, avista sin anunciar su próxima zona de aterrizaje. Tener el virus, estar contagiado, implica, sin que seamos consciente de ello, establecer con él una relación contractual: ser a la vez el locus de la enfermedad y su medio de propagación.

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Mucho antes de comprender que un gran número de enfermedades surgen por el contagio de organismos imperceptibles al ojo humano (bacterias, virus, hongos, parásitos, etc.), la medicina occidental clásica se apoyó en algunos imaginarios religiosos y mágicos. Ese esfuerzo devino en la creación de varias metáforas explicativas del fenómeno. La enfermedad como castigo divino, muy a mi gusto, es una de las formas más bellas y más dramáticas de su compresión. ¡Malditos los enfermos y benditos los sanos! ¡Inocente la seductora Pandora! ¡Castigadores los dioses que mandaron con ella los males y las enfermedades a los hombres! “El sabio Edipo” lo supo bien. La sangre sucia del asesino de Layo pisaba Tebas aún. La peste había arrasado ya con las cosechas, cadáveres animales exhalaban su hedor en los campos y los tebanos morían de hambre y enfermos. Solo el destierro del asesino calmaría la maldición. Solo la gracia de los dioses cambiaría la suerte de los hombres –de Tebas, quiero decir. En un mundo en el que impera la voluntad divina y la gracia, la maldición ocupa un destacado lugar a manera de enfermedad o de peste. Tiresias obtiene la ceguera como retaliación de la diosa Atenea, después de que esta lo sorprendiera viéndola bañar desnuda. Ya ciego, evento que no le sucedió al mísero Edipo, obtuvo la clarividencia. Sin embargo, no todas las enfermedades producen este tipo de imaginarios compensatorios.

El humorismo hipocrático, similar a las premisas ayurvédicas de la India y a las fuerzas contrarias del yin-yang en la China, concibe al mundo físico-natural, incluido al cuerpo humano, como la composición perfecta de cuatro elementos: tierra, aire, fuego, viento. Estos, a su vez, se complementan con ciertos humores que varían al calor y al frío. Pero no tomen la palabra a la ligera: estos humores tienen en verdad forma de líquidos. De manera que la salud del cuerpo depende de la conciliación perfecta de estas sustancias. Como ha de suponerse, el bienestar y la salud/el malestar y la enfermedad se miden en términos de armonía-discordancia, equilibrio-desequilibrio, circulación-obstrucción. Pero más fascinantes y llamativas me resultan las perspectivas mágicas-hechiceras alrededor de las pestes. Fuerzas misteriosas e intangibles cargan a los cuerpos de espíritus infames o demoníacos que atentan contra su integridad. El saber mágico u oculto intermedia a través del mago, curandero o chamán. Es, quizás, uno de los imaginarios de compresión más antiguos y de mayor aceptación a lo largo de los siglos. La peste del olvido en Macondo, que trajo tantos infortunios, agotó la fuerza laboral y la salud mental de las estirpes condenadas a cien años de soledad, fue opacada ipso facto por una infusión indescifrable que el gitano Melquíades les dio de beber.

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Para la medicina occidental moderna, la enfermedad ha sido entendida como la invasión de unos organismos extraños que se apropian del cuerpo e intentan destruirlo. Así lo han repetido hasta el cansancio los medios, absortos de asombro de que el nuevo coronavirus fue posiblemente transmitido a los humanos por un murciélago bañado en sopa. Invadir, apropiar, destruir. Nada más violento y oprobioso. Es más, la reacción biológica de nuestro cuerpo para enfrentar ese ataque no pudo tomar otro sino el sugerente nombre de “defensas” inmunológicas. Reaccionar, enfrentar, defender. El lenguaje atrapado por el lenguaje mismo. Cuando comprendimos mejor que las enfermedades no eran arrebatos divinos, ni un desequilibrio o desajuste de nuestros humores, la metáfora militar se volvió útil y verdaderamente eficaz. Por lo menos así lo entiende Susan Sontag en dos volúmenes de ensayos, pioneros en la comprensión filosófica, social y humana del cáncer y del sida: La enfermedad y sus metáforas (1977), El sida y sus metáforas (1988). De manera que la metáfora bélica pareciera ser el niño recién nacido de la ciencia médica actual y, además, el consentido de la casa. Ha sido tal su éxito, el de la metáfora bélica, que se ha extendido a campañas políticas, sociales y ecológicas. Hoy casi todo tiende a seguir los códigos que de semejante metáfora se desprenden: la guerra contra las drogas, la batalla contra la corrupción, contra la pobreza, contra la desigualdad, contra la injusticia, la lucha contra el patriarcado… y pare de contar. En Colombia, lo hemos explotado hasta el absurdo y la ineficiencia: la batalla contra la violencia, la guerra contra la guerra misma.

¿Qué hace tan efectiva y tan groseramente eficaz a esta metáfora? El historial sangriento de los siglos XIX y XX arrojan señales suficientes: batallas independentistas, guerras civiles, guerras mundiales, exterminio judío, Guerra fría, Vietnam, Irán e Irak. Familiarizados todos con este lenguaje, bombardeados por sus consignas, su naturalización pareció ser tarea sencilla. Entonces aquel organismo invasor es leído, casi siempre, como un agente foráneo, extranjero, un Otro. Es ese Otro-Ser el “enemigo a destruir”. Nótese que el devolver al cuerpo el bienestar, una acción pensada incluso como bondadosa, tiene una fuerza semántica destructiva. Pero nótese también que el imaginario trabaja como matriz fértil de la discriminación, la exclusión, la desigualdad, la violencia y de todo tipo de pestes sociales por igual. Para Susan Sontag la guerra es una empresa carente de prudencia y de recato. La emergencia creada por el enemigo –para el caso actual, la aparatosa propagación y niveles de mortandad del SARS-CoV-2– valida un aparataje de guerra para la que ningún sacrificio es excesivo.

Hoy la potencia de este armamento militar es construida por y desde el lenguaje mismo. Hemos hecho del jabón, el alcohol o el antibacterial, hasta hace poco productos de aseo común, auténticas herramientas de prevención, genuinos misiles autodirigidos. En la propaganda mundial anti Covid-19, los médicos y profesionales de la salud tienen todos un aire de milicianos. Los he visto representados cargando un fusil, confieso que me cuesta imaginar una metáfora amigable para esto, vistiendo camuflaje, máscara y tapabocas. ¡Nada más contradictorio para mí! Y las medidas políticas y económicas para aplanar la famosa curva parecen arrojarnos al fuego cruzado. El mercado mundial está de baja y las medidas de confinamiento parecen estrategias militares para andar sobre campo minado.

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En una charla académica virtual a la cual fui invitado escuché un chiste de mal gusto que despertó mi atención. El colega dominicano que lo contó nos explicaba, en estado de indignación, las duras consecuencias de este tipo de imaginarios. El chiste provino de un artista chino, tildado de irreverente, y circuló con viento fuerte por las redes sociales: “Coronavirus is like pasta. The Chinese invented it, but the Italians will spread it all over the world”. Además de arbitraria y ofensiva, el peligro de la sentencia está en que aviva la peste xenófoba entre nosotros. No puede desconocerse que el lenguaje sirve y las palabras existen no solo para expresar cosas amenas. El lenguaje da forma a lo que nombra, dice Judith Butler. Así, al coronavirus lo caracteriza también su capacidad de propagar el insulto y la discriminación. Y esta es otra forma de contagio. Esta cara de la pandemia pasa oculta o bien visible, pero nunca es asintomática. Desde las primeras apariciones diagnosticadas del virus hasta hoy, las redes sociales están atestadas (y apestadas también) de comentarios insultantes y xenófobos. Es como si la enfermedad, el hecho de estar enfermo, legitimara la acción. Hay siempre una palabra sucia para el pueblo chino, para los italianos, para el barrio infestado, para el vecino enfermo, para el familiar en sospecha. Entonces la idea se explica sola: si en la metáfora bélica predomina el impulso y el entusiasmo, se sobreentiende que escasea la razón y el entendimiento. A la fecha, mientras escribo esta notas, los datos de contagiados por coronavirus superan los 4,5 millones de personas en el mundo. Sin embargo, nadie controla los números de este otro rostro de la pandemia.

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La crisis del Covid-19 ha revitalizado un buen número de palabras destinadas en otro tiempo al olvido. Los profesores, hoy más que nunca, nos hemos familiarizado con un lenguaje al que le hicimos un difícil matrimonio pero al que al final terminamos queriendo y aceptando. Los lenguajes tecnológicos, extraños y de difícil pronunciación, pasan ahora de boca en boca con la misma capacidad contagiosa del virus. Volcados a la virtualidad, hemos aprendido las bondades de este mundo. Sabemos crear y conectarnos a videoconferencias, sincronizamos nuestros correos institucionales con las plataformas digitales que tenemos a mano, preparamos nuestras clases sincrónicas y asincrónicas y, cuando la duda nos asalta, nos capacitamos en webinars gratuitos. Yo mismo me sorprendo compartiendo mis documentos en una nube, agendando mis online coursesen el computador, compartiendo pantalla con mis estudiantes, haciendo un podcast para la clase. El virus hizo lo que el Gobierno Nacional o el Ministerio de Educación no pudieron en largos años de formación y desarrollo en las TICs. Pero lo más impresionante: hemos llegado allí, la mayor parte del camino, obligados por la necesidad o conducidos por la pena que nos produjera la acción simple de no saber activar o desactivar nuestro micrófono mientras llevamos una clase remota. 

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Circula también por estos días un tipo de humor más sano y más agradable. Acompaña, sin que muchas veces lo sepamos, la resistencia con la que hemos enfrentado el confinamiento y las dificultades de organizar una vida entera en casa. Este humor limpio está siempre al servicio de la gracia y la inventiva. Aunque parezca contradictorio, su hábitat son también las redes sociales, la cocina tecnológica actual donde se cuecen las bondades y pudriciones del ser. ¡Y se ha hecho de todo! Me fascinan, en particular, los memes que bromean en torno a las nuevas dinámicas de la conectividad en tiempo real. Para este ejercicio, las obras artísticas han servido de materia prima. Hace semanas, estuvo de moda la Lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, de Rembrandt, en la que el maestro cirujano disecciona un cadáver y enseña algunos de sus músculos a sus internautas estudiantes. Para esos mismos días, vimos a los doce apóstoles asistir a la última cena de Jesús por videoconferencia, con un Judas traidor y cizañero murmurando con el micrófono abierto. La familia real de Felipe IV, en Las meninas de Velásquez, discutiendo quién se atreverá a sacar al perro a pasear y el tríptico paisaje de El jardín de las delicias, del Bosco, desolado y en cuarentena. ¡Y así podría seguir! El buen humor alivia, suaviza y mitiga la crudeza del confinamiento.