ISSN: 2665-3974 (en línea)
Lua revista 7 y 8, Enero-junio/julio-diciembre 2022
Omar Eliecer Lubo Vacca – [email protected]
Hace varias semanas pregunté por Daniel en la peluquería. El muchachito nuevo sostuvo las tijeras sobre la cabeza del cliente durante un segundo, me miró a los ojos y me dijo con el tono de una confesión: “está en la selva”. Me contó mientras me atendía que Daniel vendió lo poco que tenía, empacó en cajas lo necesario para el recorrido y que nunca se despidió. La única señal que dejó fue su ausencia. La noticia de su viaje la dio un vecino suyo que contó que Daniel se había ido por el Darién a Estados Unidos para probar suerte. No intuí el alcance de esta historia hasta que soñé que se la contaba a mi abuela. Ella encogió los hombros y en medio de las nebulosas me respondió con desdén: “igual, todos estamos en el mismo charco”.
Esa frase me la dijo cuando estaba en la escuela. Un día le conté que ya podía decir que hablaba en inglés, que había conversado con dos gringos y nos entendimos sin problemas. Ella remedó el gesto del sueño y me soltó la frase sin fijarse mucho en mi victoria. Esa frase me siguió acompañando, siguió punzante, lacerante, como una llaga que lastima mientras comes, hablas y sonríes. Recordé nostálgicamente la frase en la universidad, cuando Grandie, un profesor de inglés, reconocido por graduarse de una state university, abrió sus enormes ojos para decirnos: “You are learning the language of the Empire”. Durante esa época busqué asir el idioma, darle cuerpo, sangre, vitalidad, crear un pequeño monstruo que navegara lejos de aquí y que llegara lejos, muy lejos, que atravesara el Caribe y llegara al otro lado del charco. Para ese entonces mi abuela ya había muerto, no estuvo allí para repetir sus palabras, pero ellas seguían ahí, transformándose, tomando su propio ritmo y acomodándose a mis pensamientos.
La mañana del sueño descubrí que “Todos estamos en el mismo charco” se ha convertido para mí en un mantra. Podría decir que ha tomado forma de “consuelo”, pero prefiero pensar que de “mantra”. Consuelo suena a resignación, mantra se acerca más a una forma de conjurar el pensamiento. La idea de que todos estamos en el mismo charco ha agitado el centro de un idioma, de un país y de un destino: me ha hecho ver de una manera más sencilla que todos vivimos en una vida planetaria convulsa y compleja. Que no estoy, -no estamos-, ni de este lado, ni del otro del charco, que no tengo que atravesar nada, ni tengo que llegar a algo, ni tengo que navegar hacia un punto mejor que otro, sino que todos nos bañamos en un gran charco planetario lleno de altibajos, desigualdades y revoluciones, que pertenezco a unas aguas que pueden llegar a ser mucho más profundas y más densas.
Su tono de desdén y su gesto de hombros también me hizo pensar que parte del agua que nos queda en este gran charco está infestada. Navegan en la superficie los ácidos de las baterías. Los mares vomitan las botellas de todos los náufragos perdidos y todos los zapatos olvidados de los días de sol. Gisella Heffes piensa en estas aguas podridas con el trabajo fotográfico de Chirs Jordan que registra albatros rellenos de plástico en la Gran Zona de Basura del Pacífico (Ver: http://www.chrisjordan.com/gallery/albatross-trailer/#trailer). Las imágenes de los pájaros alimentados con toda la basura del mundo y la misma gran isla, -que duplica el tamaño de Los Estados Unidos-, son producto, según Heffes, del Antropoceno; una Era, que no es “una”, sino “nuestra”, que define el mayor intervencionismo del humano en la Tierra. En el espejo empañado del Pacífico, que no refleja el otro cielo, como diría Borges, sino el infierno de Dante, Jordan ve reflejado nuestras vidas de consumo ilimitado, la industrialización y la producción excesiva de plástico. Si navegamos hacia otro lugar no salimos del estanque, podríamos creernos salvados, invictos, pero la corriente en algún momento nos arrastrará devuelta a la realidad.
Quisiera que Daniel me leyera, conversar con él así sea de esta manera, pero tal vez todavía siga en movimiento en toda esa espesura. Pero quisiera que me leyera para hacerle saber que seguimos conectados en este vínculo planetario, hacerle saber que aunque está en el Darién y yo en este pueblo sin nombre, seguimos compartiendo el olor de las aguas podridas y la preocupación por los gobiernos inútiles. Me gustaría contarle sobre el espiral que algún momento tiene que recorrer inversamente, contarle que la selva no es el único laberinto y que él no es la única bestia, que Creta tiene las dimensiones del universo. Quisiera mostrarle la isla del Pacífico, mostrarle los albatros con el vientre templado por el plástico, tal vez no cambie su rumbo, pero tal vez emprenda una nueva lucha en la desembocadura a la que arribe.
Daniel, el sueño con mi abuela, el Darién, la isla de plástico, los albatros, son señales que me han hecho cuestionar mi lugar en este charco. Volví a ver las fotografías de Jordan y me pregunté en la orilla de esa masa de basura, como si mi computadora hiciera las veces de portal, ¿qué me exige esta mirada del gran charco infestado? Recordé en el instante la frase de Aimé Césaire en Discurso sobre el colonialismo que dice que “una civilización que escoge cerrar los ojos ante los problemas más cruciales es una civilización herida”. Busco abrir mis ojos debajo del agua, así sea en las aguas convulsas de mi pueblo que se desbordan por el calentamiento. Busco quemarme la vista con las basuritas de los lápices de mis estudiantes, con las palabras, las formas y las sílabas que le dan la liquidez a esta corriente. Busco re-situarme en el fondo del charco y tragar desde aquí lo que tragan los albatros. Busco, sin quererlo, o queriéndolo mucho, estar menos herido, menos podrido, mientras, paradójicamente, nado en flecha por toda la podredumbre de estas aguas.
Sentí que alguien se había hecho la misma pregunta sobre el lugar que ocupamos en el gran charco cuando escuché en una tarde fría de septiembre a la poeta italo-venezonala Ginna Saraceni leyendo su poema “Geografía”, de Adriático, que dice:
Las clases de geografía
me enseñaron
a imaginar el mundo.
En un atlas buscaba los países,
Los mares, los desiertos,
Y me preguntaba
Cómo podía caber
Tanta inmensidad
En una página.
[…]
Mi abuela me decía:
“guarda la natura”
Entonces empecé
A buscar el mundo
Entre la hierba,
Cerca de las piedras,
En medio de las hojas.
“Guardar la natura” es una postura, un cuerpo que se defiende en mar abierto. “Guardar”, dice Giuseppe Caputo leyendo a la escritora, es también “mirar” en italiano. “Guardar la natura” tiene una doble intención: “guardarla” en español, “mirarla” en italiano. Aun, las palabras en sí mismas mantienen una relación humana: la mirada atenta no solamente involucra la vista, implica también guardar lo observado en el pecho. Guardar y mirar no están únicamente ligadas a la contemplación; guardar lleva en el poema a la acción: “entonces empecé a buscar el mundo”. Entonces, guardar no solamente lo asociamos con mirar, sino también con buscar. Esa tarde fría de septiembre entendí la invitación: la poesía me ha invitado a narrar el charco en todas sus formas y condiciones, me ha invitado a narrar su liquidez y su sufrimiento. El gran problema de mi tiempo: el charco infestado, el calentamiento o, para usar el término de vanguardia, el antropoceno, me exige guardar, mirar y buscar, me exige narrar.
Si consideramos la hipótesis, si aceptamos en cierta medida que todos estamos habitando el mismo charco, pero, además, si buscamos una posición frente a los eventos más urgentes de nuestra época, nos podríamos reconocer como habitantes planterios, como ciudadanos del mundo, seres conectados, ligados, por una misma agua. Si tenemos en cuenta eso, el destino entonces no será Estados Unidos, o no solamente, no será un idioma, sino que el destino también será el pueblo más pequeño del mapa, el pueblo desde donde escribo, serán estas mismas aguas que me bañan y otras que no he navegado, serán mis bronquios, mis dendritas, mis ventrículos, el destino no lo veremos como una meta por alcanzar, sino que lo buscaremos dentro, observaremos sus revoluciones y cómo se devuelve en babas, fluidos y lágrimas al gran charco en el que todos estamos.