ISSN: 2665-3974 (en línea)
Lua revista 7 y 8, enero-junio/ julio-diciembre 2022
Jennis Consuegra – [email protected]
“You know it’s not the same as it was”
Harry Styles
Hay momentos en los que no puedo mirarme al espejo, me aborrezco tanto, me siento tan egoísta y sucia que al mirar el cristal no logro reconocer a la que allí se refleja. Eso pasa cuando recuerdo, que hace algún tiempo maltraté a una persona inocente, sentía tanto desprecio hacia ella, a pesar de ser una víctima de los sucesos, así como yo. Por un tiempo, ensimismada en mis problemas, en cómo me sentía, ignoré por completo a alguien que sólo necesitaba ayuda.
A veces, cuando recuerdo, de verdad siento pena y me pregunto cómo fui capaz de perder mi humanidad así. La rabia, el dolor nos ciegan hasta tal punto de hacernos caer en lo mismo que hemos repudiado y lo que causa nuestro sufrimiento.
Un par de meses después de mi décimo cumpleaños, y luego de peleas interminables con gritos, llanto y amenazas, mis padres decidieron separarse. En bolsas y maletas, mamá le empacó la ropa y sus cosas a mi padre, yo veía todo y preguntaba qué pasaba, pero ninguno de los dos me decía nada. Esa noche papi se fue de la casa y ya nunca fue lo mismo.
Un año después mi papá se casó nuevamente, y tres años más tarde nació de ese matrimonio una niña. Para ese momento y después de varios arreglos entre mamá y él, yo me veía cada quince días con mi papá, por lo tanto, fui a conocer a su hija luego de sus primeros días en el mundo.
Ya había conocido a la mamá de la niña antes, En una de nuestras salidas papá me la presentó, su energía era tan confusa y penetrante que me hizo pensar que ella fue la causante de la separación de mis padres, quienes nunca me contaron sobre el tema a fondo. Cuando llegué a la casa de ellos, esa mujer me recibió con un tono de superioridad, sonriendo mientras fingía amabilidad, me dijo:
-Hola, mijita, bienvenida, esta es tu hermanita, ven a conocerla.
Me acerqué y miré a la niña fingiendo interés y luego alcé la mirada hacía papá, la ternura con que la miraba y la sonrisa en sus labios despertó algo indescriptible en mí. Así que la cargué un rato y luego la dejé con su madre para que me diera tiempo de contarle a mi papá todo lo que me había sucedido esa semana en el colegio, pero de vez en cuando éramos interrumpidos por los llamados de esa mujer y el llanto de la niñita.
Al pasar del tiempo, la niña creció, tuve varios encuentros con ella, ya que iba a visitar a mi papá. Verla a ella provocaba en mí un desprecio muy grande, porque su cara se sentía como el triunfo de esa zorra sobre la relación de mis papás.
Un día llegué un poco más temprano de lo normal, y mientras esperaba a que papá llegara del trabajo esa mujer me pidió cuidar a la niña, porque ella estaba ocupada terminando el almuerzo. Entré a la habitación y la niña estaba sentada en una cama con barandas a cada lado. Entretenida con sus peluches no se fijó que había llegado, mientras tanto yo observé su habitación, en la pared se notaba una enorme mancha por la humedad, no tenía cielo raso, y sólo contaba con un pequeño abanico para ella.
Eso era de esperarse, mi papá ganaba un salario mínimo y lo repartía entre mi pensión y su nuevo hogar, y como esa mujer no trabajaba, no era de mucha ayuda.
Absorta en mis pensamientos, no me había fijado que la niña se había puesto de pie en la cama y estaba agarrada de la baranda con una mano, mientras que la otra la tenía extendida hacía mí, mostrándome un juguete, como queriendo que yo lo tomara para jugar con ella.
Busqué una silla de la sala y me senté frente a ella, decidí quedarme inmóvil; sabía lo que iba a pasar, pero mi mente por una parte me decía que, si la niña se hacía daño, la madre iba a sufrir, y eso era lo que yo quería, que ella sufriera, por zorra, quita maridos y daña hogares. Así que estática observé a la niña, por el esfuerzo de querer pasarme el juguete se estiró y como una increíble casualidad, al recostarse a la baranda se aflojó e hizo un pequeño “crack”.
Lo vi todo en cámara lenta. Y lo disfruté, con una inmensa felicidad, sonreí y sé que la niña me vio hacerlo. Ella cayó, se golpeó fuerte contra el piso, uno de sus pies se enredó en la baranda. Mientras tanto yo sentada noté cómo en sus ojos impresionados se formaron lágrimas, y de su garganta explotó un grito de dolor ensordecedor.
Reaccioné, me levanté y cínicamente la auxilié, la madre entró asustada al cuarto y me la arrebató de los brazos examinando cada parte de su cuerpo. Para el bien de esa mujer, a la niña sólo le quedó un chichón en la cabeza y un morado en su piernita. Yo no sabía qué hacer. Luego de eso llegó mi papá y le conté una versión distorsionada de los hechos. Le dije que estaba distraída leyendo y que todo pasó tan rápido que cuando quise reaccionar ya la niña estaba en el piso.
Antes de volver a mi casa traté de despedirme de la niña, pero sus ojos me veían con temor y reproche. Así que sólo puse mis labios sobre su cabeza y le dije al oído: -mejórate pronto-y sonreí forzadamente.
Al salir de esa casa sentimientos de satisfacción y remordimiento embargaban mi alma. Estaba confusamente feliz y asombrada de lo que hice. Le produje dolor a esa mujer y a su niña, pero, lastimosamente también hice preocupar a mi padre, pensé. Supuse que toda acción llevaba su consecuencia, y, tal vez ese era un efecto secundario de mi decisión.
Al siguiente mes volví a la casa de mi padre, el ambiente era diferente, al parecer había discutido con esa mujer. Cuando caí en cuenta me puse feliz y una sonrisa altiva se posó en mis labios y cada vez que ella me miraba, me aseguraba en mostrarla.
Los meses siguientes, mientras me quedaba sola con la niña, de vez en cuando la molestaba. Un pellizco por aquí, un sustico por acá. Ni yo misma me reconocía. Yo, alguien con notas altas en la universidad, con amigos y personas que me consideraban un ejemplo a seguir, le hacía maldades a una bebé de tres años, para “hacer sufrir a su madre”, ¡¿quién lo creería?!
Con el paso del tiempo la relación de mi padre con esa mujer se deterioró, así que ella decidió irse con un hombre nuevo, dejando solo a mi papá con la niña. Este, desesperado por la traición decayó grandemente. Se entregó al alcohol y descuidó a la pequeña, quien apenas comenzaba su vida escolar.
Mientras él no estaba, la dejaba en manos de una vecina a la que le pagaba por cuidarla, entre eso, el colegio de ella, mi universidad y la casa, mi padre se ahogaba en deudas. Después de soportar tanto, él se suicidó dejándonos sólo una nota “No puedo más, lo siento”. Su estrés y desesperación llegó al clímax y esa fue su decisión.
Al escuchar la noticia, el odio, el dolor y todo creció dentro de mí. Quería matarla, quería deshacerme de su maldita cara, porque ella era la culpable, su rostro de seguro le recordaba a aquella perra ingrata, que luego de separarnos huyó, y dejó a su basura con nosotros, estorbándole a mi papá. Lloré de rabia y de tristeza, golpeé y tiré todo lo que me encontré a mi paso con tal de sacar la rabia que oprimía mi pecho, la iba a matar, estaba decidida a hacerlo, la iba a matar.
Luego de calmarme por la conmoción de la noticia, mi madre y yo fuimos a buscar a esa niña donde la vecina que la cuidaba y quien fue la que nos llamó para comentarnos la situación.
Al llegar yo sólo pensaba en una cosa, desquitarme con la niña. Entramos a la casa de la vecina y la pequeña estaba abrazada a ella como un monito a su madre, cuando ella me vio, sus ojos hinchados se empequeñecieron aún más y estiró sus brazos hacia mí y me dijo unas palabras que nunca olvidaré: -hermanita… papi… yo vi –comentó entrecortada- me abrazó… lloró, entró al cuarto… se demoró mucho y yo tenía hambre… entré y él estaba sangrando mucho.
Mi rencor se desvaneció por completo cuando vi sus ojos llorosos y cuando sentí cómo su dolor me traspasaba el corazón. Se aferró con tanta fuerza a mí, lloró tanto en mis brazos que me sentí la escoria más grande del mundo.
Lloré y rogué perdón por mis pecados, lloré porque todos se apiadaban de mí y me decían “lo siento” cuando no sabían que, por mí, sólo debían sentir asco. Lloré y aún lloro al recordar, y me odio a mí misma por eso. Incluso, aun cuando la miro, siento como si me volviera a dar esa mirada de reproche luego de caerse de la cama.
La niña se quedó a vivir con nosotras, porque no tenía a nadie más, su madre ni al funeral apareció, nunca hemos vuelto a saber de ella. Si aún vivo es porque debo pagarle todo lo que le hice de algún modo. Si aún vivo es para darle una buena vida, para compensar en algo mi delito. Si aún vivo es porque no he sido capaz de pedirle perdón.