ISSN: 2665-3974 (en línea)
Luarevista 3 y 4 , julio- diciembre 2019/enero- junio 2020
Por Jennis Consuegra – [email protected]
Otra noche más, ya no lo soporto.
Eso me mira desde el rincón que queda allá arriba, en el techo de mi habitación.
Puede hacerme sentir miedo de varias formas.
Pero su sola presencia ya me hace querer llamar a mi mamá para que duerma conmigo y no me deje sola, otra vez.
Mi niña interior.
– Esas son cosas de niñas- repitió la vecina a mi madre y ella afirmaba. Luego, me decía antes de irse:
– Los niños malos son los que tienen miedo, si te comportas bien nada te pasará.
Mentiras, puras mentiras. No son cosas de niños y mucho menos de niños malos. Son cosas de todos, de adultos, de viejos, de profesionales, de adolescentes, de malos y buenos. No hay diferencia alguna para sentirlo. Empecé a sentirlo y a verlo desde muy pequeña, pero no es porque fuera mi imaginación, no lo era, no lo es. Para ese tiempo mi hermana y yo dormíamos juntas en una pequeña habitación que estaba ocupada por nuestras camas, apenas separadas entre sí por una pequeña mesa de noche con una lamparita que se encendía antes de dormir para que “la niña pudiera dormir bien”.
A mi hermana le gustaba pegar en las paredes de la habitación afiches de todos los tipos, tamaños, colores y con todos los dibujos animados de la época, ellos contenían mensajes de amor, amistad eterna y demás cursilerías baratas. Las cuatro paredes estaban llenas, eran muchos, a mí me gustaban, pero después empecé a odiarlos.
Nuestra casa no contaba con cielo raso, por lo tanto, las paredes no llegaban hasta el techo y había un gran espacio entre un cuarto y otro. Debido a esto, se podía oír claramente lo que se hablaba en la otra habitación, asimismo, cuando se encendía la luz en uno, penetra hasta el otro casi que con la misma celeridad.
Una noche, mientras dormía, empecé a sentir que alguien me veía, me miraba con tal intensidad que me obligó a abrir los ojos y ver si mi mamá había entrado a la habitación para mirar que estuviéramos bien (era una de las manías que tenía). Nada, no vi nada, pero sentía que unos ojos se clavaban en mí, buscando mi mirada.
Recé el padrenuestro, la oración universal que se recomienda hacer ante sucesos paranormales. Eso lo sé porque siempre rezaba luego de sentarnos a echar cuentos de miedo para descansar del juego con mis amigos. En las noches nos ubicábamos en los bordillos de las casas y, cuando sentíamos que hacía más frío que de costumbre, ellos contaban cómo en los pueblos salía la pata sola, la madre monte, el jinete sin cabeza, algunos se atrevían a jurar que escucharon a la llorona, que una vez la vieron en la cancha de fútbol que quedaba en la esquina de mi casa. También contábamos historias de una posible bruja que había en nuestra pequeña cuadra y todos nos sorprendíamos al ver cómo su casa nos atormentaba. Las chicas, contaban sobre casos de niñas que aparecían muertas, asesinadas por sus juguetes, por peluches, bebés, muñecas gigantes y obviamente por barbies.
Esa noche, con los ojos bien abiertos y agudos, me acordé de todas esas historias y sentí cómo el miedo se apoderaba de mi cuerpo, impidiendo que moviera alguna parte de mí, sólo mis ojos iban de aquí a allá, buscando respuestas, ayudados de la luz tenue de la lámpara, buscando una cara a quien enfrentar sin mucha valentía. Por un momento mis ojos se quedaron fijos observando un cartel, en él había un pollito amarillo al que siempre perseguía un gato, eso se movió, sus ojos parecían una bolita de pin pon saltando de un lado a otro, su boca se abría como si quisiera decirme algo. No podía creerlo, traté de apartar la vista, pero en los demás afiches sucedía lo mismo. Todos ellos me miraban al tiempo, sus bocas se movían inquietas, pero sin emitir sonido alguno y su silencio llegaba a mis oídos en forma de gritos espantosos.
Traté de liberarme de mi hechizo y no podía, me temblaba todo, intenté despertar a mi hermana, pero mis manos no me respondían, mis cuerdas vocales no emitían sonido alguno. Intentaba una y otra vez, pero la parálisis era más fuerte. En un momento, volví a repetir las oraciones que aprendí en el catecismo, el avemaría, el padre nuestro, el gloria y, por último, el credo. Este último lo tuve que repetir muchas veces, porque cuando iba a mitad de camino mi mente se bloqueaba y no recordaba lo que seguía. Finalmete, después de tanto intentarlo, al fin, logré gritar:
– ¡Mami! ¡Mami! ¡Mami!
Mi hermana asustada se levantó, oí cómo mi mamá abría la puerta de su cuarto y en un instante la mía. Encendió la luz, ¡oh, dichosa luz! Y me abrazó, preguntando una y otra vez qué me pasaba. Le conté todo y con una gran vergüenza también, porque todo lo que nos asusta nos apena compartirlo, ya sea por temor a que se burlen y no nos crean. Ella se quedó esa noche conmigo, me cuidó los sueños y yo caí rendida.
Al día siguiente, me desperté sola en el cuarto, un gran temor se apoderó de mí y me levanté rápido para abrir la puerta y ver la luz del día. Todos estaban en la sala disfrutando el desayuno, me preguntaron cómo estaba y yo sólo dije que bien. Durante el día no me atreví a entrar al cuarto, a ninguno de los cuartos, porque sentía que eso que me aturdió podría ir de cuarto en cuarto. Yo cerraba las puertas porque me atemorizaba pensar en esa oscuridad que quedaba en una puerta entreabierta, podría estar vigilándome.
Cada noche era peor, esos muñecos seguían hablando, a veces escuchaba mi nombre como un susurro, me aterraba y volvía a llamar a mamá. Fueron muchísimas noches, a veces, mamá harta de que la llamara a dormir conmigo y sin comprender mi temor, me gritaba diciéndome lo que le decía la vecina: “eso es que haces cosas malas, por eso no puedes dormir, deja la bobada”. Yo lloraba porque no era verdad, me portaba muy bien y ella lo sabía, por eso me dolía.
Una vez sucedió lo que temía. El último cuarto lo empezaron a limpiar, sacaron todos los juguetes y los chécheres, lo pintaron, lo arreglaron y pasaron a mi hermana a esa habitación, ella se llevó todos sus afiches, sus cosas y en mi cuarto pusieron los juguetes. Este también lo había arreglado y pintado a mi gusto. La primera noche fue terrible, yo seguía encendiendo la pequeña lámpara, pero esta vez no vi nada moverse, sólo escuchaba, mi nombre, una y otra vez. Pensaba que las barbies podrían a subir a mi cama a asesinarme, mientras que los peluches me golpeaban y me jalaban el cabello, pero no fue así y esa noche, al fin, lo vi.
Era una sombra, negra, con unos ojos muy aterradores que brillaban, se agarraba de las vigas del techo con sus gruesas manos y sus pies quedaban en la pared entre mi cuarto y el de mis padres, me miraba con una intensidad intimidante, como si quisiera devorarme. Todo me temblaba, lágrimas caían por mis sienes y me llenaban los oídos de agua. Trataba de emitir sonidos, pero no salía nada, me ahogaba al intentar gritar, lloraba al no poder hacer nada y por fin logré mascullar:
– ¡Mami! ¡Mami! ¡Mami!
Al siguiente día, ella consultó con mi abuela, la pastora, quien le recomendó buscar a un sacerdote que le bendijera el agua para lanzarla en toda la casa, le dijo que hiciera una oración fuerte y que todo iba a pasar. Eso hizo mi madre, y esa tarde que entró al cuarto y echó el primer salpicón de agua, salió una mancha oscura volando desesperada por la puerta. Esa noche dormí serena por primera vez en tanto tiempo.
Pero como dije, no son cosas de niñas, eso volvió. Estando sola en mi casa, a veces lo siento, mantengo las puertas de los cuartos cerradas, si escucho que me llaman por mi nombre canto en voz alta o pongo música a todo volumen. En las noches, rezo un rosario hasta quedarme dormida, voy a la iglesia y oro para que se vaya, para que no me atormente más. Espero que algún día se vaya definitivamente y me deje dormir en paz, porque siempre en las noches, estoy a la expectativa, esperando que se siente en mi cama, o que me toque una pierna o que me sobe el pelo o, lo peor, que me hable y me diga lo que quiere de mí.